Tarzán renuncia a la vida en una sociedad civilizada que no le satisface, y regresa a la selva en la que ha crecido. Sin temor al peligro, encabeza una expedición de salvajes guerreros en busca de una fabulosa ciudad de oro: Opar.

Durante la primera parte de esta segunda entrega, Tarzán se dedica a ejercer sucesivamente de dandy y de espía, haciéndose con algún amigo y, sobre todo, con un archienemigo espía ruso, perverso y malísimo, que dará mucho juego. En esta parte Tarzán se aburre y yo también. Pero un buen día, por una de esas inverosímiles casualidades tan propias del género, vuelve no sólo a la selva, sino precisamente a la cabaña donde nació y vivió, y a su vida ancestral. Pero, ¡ah!, ya nada es como antes. Puestos a inventar casualidades, con lo grande que es el mundo, Jane, su prometido (el primo de Tarzán, porque rápidamente nos hemos enterado de que el buen salvaje se ha callado su raigambre noble por la felicidad de la chica a quien ama, sin que nadie más lo sepa), toda su familia y hasta el ruso malo, todos naufragan justo en el mismo sitio. Y, claro, al final el primo se muere de muerte natural, el malo es entregado a las autoridades y Tarzán y Jane se casan en la selva y se vuelven a la civilización... de momento. En el intervalo, Tarzán establece contactos muy útiles para entregas posteriores, como una tribu de árabes, otra de negros, una ciudad fabulosa perdida en la selva habitada por blancos semi-antropoides y bellas sacerdotisas, y además repleta de oro hasta las corchas. En fin, que, salvo la primera parte, el resto responde perfectamente a las necesidades del género, y resulta efectivo. Merece la pena. ( )