¿Qué demonios hace el agrimensor K. en ese pueblo donde nadie le quiere? Supuestamente le han contratado desde "el castillo", es decir, el conjunto de oficinas que domina el pueblo en todos los sentidos posibles, pero pronto queda claro que esta contratación es más que dudosa. En realidad, todo es muy dudoso. No están claras las intenciones del "castillo" para con él (ni para con nada, por cierto), ni están claras las intenciones de las mujeres, ni las de el conjunto de los habitantes del pueblo, ni tampoco está claro lo que el propio agrimensor tiene en mente. La burocracia lo enseñorea todo y los funcionarios son prácticamente dioses, pero ni la una ni los otros se muestran con nitidez ni actúan con un mínimo de racionalidad aparente. Y así, el agrimensor, hundido en la nieve nada más llegar al pueblo, acaba hundido en la mezcla de procedimientos, miedos y mezquindades que, por lo visto, debe ser la materia fundamental de la existencia humana, al menos según Kafka. Si "kafkiano" era "El proceso", mucho más lo es "El castillo".

Como siempre, aparecen los simbolismos y, como siempre, ni siquiera aquí están claros. El autor del epílogo de esta edición (la novela en sí está inconclusa, también igual que "El proceso") apuesta por una alegoría religiosa en la que "El castillo" sería la gracia divina, que está ahí, dirigiendo nuestras vidas, pero a la que apenas alcanzamos a vislumbrar ni a comprender. Bueno, es una idea, pero también lo es la más evidente de la imposibilidad de encontrar sentido a los motivos del comportamiento humano, desde lo más alto del gobierno de los hombres a las pequeñas insidias cotidianas.

Demasiadas erratas y argentinismos en esta edición. ( )