Corre el siglo XXIII. La sociedad, tecnológicamente muy avanzada, ha explorado el espacio exterior, pero no se ha encontrado vida inteligente. Ahora, desde una estrella en Acuario, llega una señal persistente. Hay una voz en el vacío del espacio… y la obsesión de Simeon Krug es responder a ella. Krug es un agresivo empresario muy astuto amasando dinero, y ha usado todo lo que posee para construir una torre que se alza en el Ártico canadiense. Cuando esté terminada, apuntará a Acuario y él podrá establecer contacto. En la torre trabaja una raza de androides que Krug, inventor incansable, ha fabricado. Y estos lo idolatran. Pero Krug es un soñador excéntrico, y solo piensa en terminar la torre y en su momento de gloria, sin saber que es Dios para sus androides… ¡y que un Dios nunca debe fallarles a sus criaturas!

Una de esas novelas que se devora en dos tacadas, sin que eso sea un cuestionamiento a su calidad. Todo lo contrario. En un mundo donde abundan las trilogías, tetralogías, pentalogías y más allá, todas con tochos escritos al peso, se agradecen libros de trescientas y poco páginas que deje un poso duradero, aborden muchos temas y estén plagadas de intrigas y personajes.

En esas apenas trescientas Silverberg aborda la megalomanía, la defensa de las libertades y derechos civiles, la racionalización de la religión y la necesidad de creer en algo (siempre he dicho que los griegos hicieron algo muy, muy difícil), además de algunas cuestiones puramente cifi. Lo que no está mal, ¿verdad?

Con una prosa concisa y efectiva, el autor nos cuenta el sueño de Krug, dueño del mayor imperio empresarial de la tierra y creador de los androides: desea responder a la señal enviada, posiblemente, por una civilización extraterrestre y para ello manda construir la mayor torre de comunicaciones jamás construida. Su torre de cristal.

Un buen libro de ciencia ficción. No estará entre los grandes, no lo merece, pero vale la pena leerlo. ( )