Aquí el autor se inventa el reino de Nimmr, formado por descendientes de antiguos cruzados, llegados por accidente al interior de África y que durante casi setecientos años han vivido creyendo haber encontrado el Santo Sepulcro y estar rodeados de sarracenos, manteniendo todos los usos y costumbres del siglo XII, incluyendo su habla, en verdad divertida. Por diversas circunstancias, aparecen allí, por su orden, una partida de traficantes árabes que pretenden robar el reino en cuestión, dos exploradores ingleses (uno bueno, fotógrafo, que se convertirá en un honrado caballero medieval y se enamorará de la princesa, ahí es nada; y el otro malo y bastante tonto) y, por supuesto, Tarzán, con el que los anteriores se van tropezando. Es evidente que, en algún momento, Burroughs ya no ha sabido qué hacer para no repetirse, y cae en el disparate. Pero Tarzán no es tan divertido en situaciones de ciencia ficción como en su simple selva, por muy inverosímiles situaciones que se puedan dar en ella. Estos despropósitos de caballeros medievales, pigmeos, ciudades de gorilas y cosas así sólo deslucen el personaje. ( )